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LA ÚLTIMA MORADA

Por: Agustín Escobar Ledesma

Nando, mi sobrino, murió. Apenas en mayo había cumplido cincuenta y cuatro años de edad. Su cuerpo, embalsamado, dentro de un reluciente ataúd de pino color caoba, con herraje de latón dorado, fue transportado a bordo de una carroza de la Funeraria Hermanos Rivera, para llevarlo al panteón el sábado 3 de septiembre, bajo un cielo encapotado; entre varios hombres bajaron el féretro y lo dejaron en el descanso del camposanto, para que sus deudos le diéramos la despedida.

No era la primera vez que Nando miraba de cerca la muerte, cuando tenía veinte años, con Pablo, su primo hermano, cruzaron a nado el río Bravo por Nuevo Laredo, Tamaulipas, y después se perdieron en el desierto de Sonora. Nando se deshidrató y quedó tendido durante una noche entera, desmayado. Al otro día, un poco repuesto, con ayuda de su primo, buscaron a la Border Patrol para entregarse. Los encarcelaron unos días y luego los deportaron, pero ambos se salvaron, sobre todo Nando que fue el más afectado por la deshidratación sufrida, lo de las víboras de cascabel que estuvieron a punto de morderlos, las garrapatas que se les clavaron en el estómago y las niguas en los pies, aunque les causaron intensos dolores, fueron un mal menor.

Foto: Facebook

En cuanto ambos se repusieron, como lo hacen los migrantes, intentaron cruzar nuevamente la frontera, esta vez, con buena suerte. Ambos llegaron a Carolina del Norte en donde trabajaron cortando arbolitos navideños, para que los hombres de buena voluntad, en compañía de sus seres queridos, gozaran una feliz navidad y un próspero año nuevo, frente a mesas rebosantes de exquisitos platillos decembrinos y bebidas que dan placer y alegría a la vida.

Foto: Facebook

La gente se congregó en torno al ataúd para a ver a Nando. Parecía que estaba dormido, aunque jamás, en sus cincuenta y cuatro años de vida, cumplió años en mayo pasado, lo había visto acostado o dormido, siempre lo vi en movimiento, caminando o sentado, respirando, vivo, hablando o sonriendo. Y ahora estaba ahí, rodeado de gente que, a través de un cristal, le clavaba los ojos a su moreno rostro acicalado, bien peinado, rasurado, con un negro bigote surcándole la cara.

Foto: Facebook

La mayoría de la gente vestía ropa negra y las mujeres, que habían llegado con ramilletes de flores silvestres, entonaron cánticos de la liturgia católica en voz suave y bajita como si temieran molestar a Nando que yacía en el descanso del panteón, rodeado por las personas que lo acompañaron a su última morada:

No podemos caminar

con hambre bajo el sol.

Danos siempre el mismo pan:

tu cuerpo y sangre Señor.

Únicamente cantaban las mujeres, los hombres se mantenían serios, callados, estoicos, ensimismados, pensando en el destino, en el más allá, porque, como dice Confucio, cuando el hombre se halla cerca de la muerte, sus palabras son sinceras y veraces. El único que se dejaba escuchar con fuerza era un niño de brazos que no dejaba de berrear, ignorante del drama humano, de la muerte y la tradición que dicta que los hombres no lloran… ni cantan.

La segunda ocasión en la que Nando casi pierde la vida fue hace veinte años, cuando le dio un paro cardiaco y tuvo que ser intervenido en el Hospital Siglo XXI del IMSS en Ciudad de México. En aquella ocasión los médicos le colocaron un marcapasos que le permitió hacer su vida de manera normal, porque Nando era como cualquier persona del proletariado queretano: trabajaba toda la semana, por las tardes miraba la tele, los sábados y domingos se tomaba sus caguamas y vuelta a empezar de nuevo desde el lunes y así hasta que la muerte lo sorprendió nuevamente, disfrazada de ataque al corazón.

Nando fue hijo de Luz y del difunto José, de oficio albañil, quien perdiera la vida en un accidente, cuando trabajaba en el Hotel El Retiro, al caer desde lo más alto del lugar, muriendo al instante. Tenía doce años de edad cuando quedó huérfano y la tristeza por la pérdida paterna, quedó reflejada en su mirada.

Al velorio y al panteón lo acompañaron otros obreros de Ventramex, empresa en la que Nando trabajó de operario, en la maquila de refacciones y accesorios para automóviles, ubicada en el Parque Industrial Bernardo Quintana, sitio en el que antaño estuviera poblado de nopales, mezquites, biznagas y otras plantas xerófitas de la región.

Sus amigos cooperaron para llevar una corona de flores con un listón blanco con el nombre del centro de trabajo escrito en letras negras; esta vez, en lugar del uniforme de la fábrica, se vistieron con ropa negra, le dieron el pésame a la viuda y a la hija huérfana.

Después de los rezos y los cánticos en el descanso del panteón, alguien de los presentes pidió un aplauso para despedir al difunto, enseguida, entre cuatro de sus compañeros obreros, utilizando la misma fuerza con la que maquilan refacciones y accesorios para automóviles, levantaron el féretro para conducirlo en andas a la tumba que lo esperaba abierta y que, previamente, habían preparado dos sepultureros.

Con un mecate deslizaron el pesado ataúd para depositarlo en el fondo y después la viuda y la huérfana, con ayes de dolor y lágrimas incontenibles, lanzaron algunas flores y agua bendita a la tumba, nuevamente rezaron y entonaron algunos cánticos para que, al final, los panteoneros colocaran dos pesadas lozas sobre el féretro, sellando las juntas con mezcla, previamente preparada dentro de una carretilla, con dos cucharas de albañilería; después, con alambre recocido, afianzaron la cruz de madera con el nombre de Nando, sobre otras cruces metálicas, desgastadas por el sol y el viento, que tenían los nombres de quienes habían ocupado el mismo lugar, debido a la gran demanda de tumbas del panteón en el que pareciera que no cabe un difunto más.

Los deudos miraban la escena hipnotizados por la tristeza y el dolor de la irreparable pérdida, trepados sobre las tumbas aledañas porque entre una y otra no había más de veinte centímetros de distancia; otras personas se sentaron sobre las lápidas en espera de la despedida final. Nuevamente las mujeres entonaron una canción de despedida:

Te vas ángel mío

ya vas a partir

dejando mi alma herida

y un corazón a sufrir.

Te vas y me dejas

un inmenso dolor

recuerdo inolvidable

me ha quedado de tu amor.

Pero ¡Ay! cuando vuelvas

no me hallarás aquí

irás a mi tumba

y ahí rezarás por mí.

Verás unas letras escritas ahí

con el nombre y la fecha

y el día que fallecí.

Después de más de una hora, los dolientes, resignados ante el fatal deceso de Nando, nos retiramos con nuestro dolor a cuestas, a proseguir con las actividades cotidianas en espera de la muerte, porque, como menciona Guimaraes Rosa, vivir es un oficio peligroso.

SIC mx

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