La palabra del señor
Por: Agustín Escobar Ledesma
El sábado por la mañana, como en otras ocasiones, pasé a comprar manzanas, tortillas hechas a mano (de maíz negro), duraznos, nopales del cerro y sopes, al grupo de tres familias otomíes (integradas por dos mujeres y dos o tres niños y niñas cada una) que se colocan en una calle del sur de la ciudad de Querétaro, con estos productos que traen a la venta desde Michoacán, como alternativa de sobrevivencia.
En ese momento llegó una mujer que, sin más, conminó a las mujeres para que le permitieran llevarse a niñas y niños (que oscilan entre los 8 y los 12 años de edad), al templo de La Cruz “para que escuchen la palabra del Señor”, justificó.
Ante tal propuesta intervine para sugerir que, en lugar de llevarse a los niños, mejor comprara algunos de los productos que las otomíes tenían a la venta y que de esa manera las ayudaría más. La señora respondió que también necesitaban de “la palabra del Señor” y que, además, después les darían alimentos en el convento de La Cruz.
Ante mi necedad de que auxiliara la gente comprando algo de lo que vendían, la mujer se hincó para rezar un “Padre nuestro”, tal vez a manera de exorcismo ante mi propuesta que estaba completamente en el terreno de lo material, mientras que ella, tal vez sintiéndose iluminada y que se enfrentaba a un ser del mal, proseguía con su intento de llevarse a los niños para evangelizarlos y arrancarlos de las tinieblas.
La mujer más anciana de la familia otomí a la cual yo había comprado tortillas, manzanas y duraznos, me confió que a la señora, al parecer catequista, ya la conocían porque en otras ocasiones ya había ido con la misma intención de llevar a las y los niños a la misa sabatina del templo de La Cruz.
La anciana abundó que en ocasiones anteriores, como ella no había permitido que sus nietos fueran a misa con la presunta catequista, ésta la insultó gritándole que era una bruja por no permitir que los niños conocieran “la palabra del Señor”.
Por supuesto que, ante la respuesta, quedé boquiabierto, ante la actitud de la abuela que, por muy necesitada que estuviera, no permitió que sus nietos se los llevara una mujer extraña, nada más porque decía que quería que escucharan “la palabra del Señor”, aunque ante la negativa, la catequista la insultara y le gritara que era una bruja, tal y como lo acostumbraban desde hace más de 500 años los integrantes de la Iglesia católica para imponer su religión a los pueblos originarios.
Por supuesto que aquellas personas que no aceptaban los designios “del Señor”, eran acusadas de brujas, tal y como ocurría con los integrantes de los pueblos originarios que se negaron a recibir el bautizo y el evangelio de un dios al que no conocían.
Y es que desde que la Iglesia católica llegó a América impuso su ley, condenando al infierno a quienes se resistían y provocando enfrentamientos sangrientos entre los mismos integrantes de los pueblos originarios, tal y como ocurrió en un pueblo de Oaxaca.
Juan Bautista y Jacinto de los Ángeles, nacidos en 1660 en San Francisco Cajonos, Oaxaca, fueron dos zapotecas que abrazaron la fe católica y en algún momento de sus vidas descubrieron que sus hermanos zapotecas seguían rindiendo culto a sus antiguos dioses, razón por la cual los denunciaron ante las autoridades eclesiásticas. Sin embargo, la multitud de Cajonos se impuso y terminó linchando a Juan y a Jacinto, quienes murieron en medio de grandes suplicios. En 2002, Juan Pablo II beatificó a quienes son considerados como traidores por los zapotecas que reivindican su cultura.
Finalmente, la presunta catequista logró su encomienda a medias, puesto que se llevó a tres de los alrededor de nueve niñas y niños del grupo, a quienes subió en un automóvil rojo, supuestamente con rumbo al templo de La Cruz, para que fueran instruidos en “la palabra del Señor”. Al inquirir a la madre de los infantes que si no tenía temor de que sus hijos no le fueran devueltos, señaló que ya en otras ocasiones la presunta catequista se había llevado a sus hijos a misa y se los había regresado sin ningún problema y que además, les daba de comer.